El placer culpable del cine de los últimos meses es Megan, una película que recupera, en parte, aquel humor irónico e irreverente de la ciencia ficción de los años 80. En el filme del neozelandés Gerard Johnstone se pueden encontrar reminiscencias al humor subversivo del Robocop de Paul Verhoeven, a la locura desatada de Deadly Friend de Wes Craven, y, un poco más atrás, a la pérdida de control de la inteligencia artificial en Westworld de 1973, mucha antes de que existiera una noción universal sobre la IA. Ahora bien, en Megan no hay nada muy nuevo, pero resulta inspirador ver un filme que critica abiertamente a la sociedad de consumo, a las estrategias de marketing de las jugueterías y, en especial, a la incapacidad de los adultos para conectarse de manera emocional con los niños, y también con sus pares.
El filme se inicia con la historia en Cady (Violet McGraw), una niña quien pierde a sus padres en un accidente de tránsito. Este malogrado suceso la conduce hasta su tía Gemma (Allison Williams), cuya ausencia de cualquier sentimiento de maternidad la motiva a crear a Megan, una máquina autosuficiente en constate aprendizaje que revolucionará la historia de los juguetes y de la robótica. Megan es la compañera de juegos ideal, sabe escuchar y retroalimentar, no se cansa, dedica todo su tiempo a cuidar a Cady y, además, la protegerá a toda costa.
El diseño de Megan es uno de los puntos más altos del filme, lo que podría asemejarse al futuro de la inteligencia artificial. En su rostro expresa algo del espíritu demencial de Child´s Play, a la vez que el director denuncia con atención la falta de comunicación y empatía de los adultos, en particular de Gemma. La tía de Cady tiene la capacidad para crear una inteligencia artificial eficiente y perfecta, si bien apenas puede comunicarse con su sobrina. Cady se educa sola y en absoluta dependencia de la tecnología, y Gemma sólo vive para el trabajo y en un estado de absoluto de egoísmo y falta de empatía. Es la comodidad de los adultos en busca de herramientas o soluciones tecnológicas para, finalmente, suplir la labor de padres o de formadores.
Es imposible no apreciar a Megan, sus excentricidades y obsesiones. Es consciente de que es más perfecta que los humanos y que probablemente tiene el derecho absoluto para gobernarlos, pero curiosamente queremos que se salga con la suya…hasta cierto punto. Megan se transforma en una competente máquina de matar, aniquilando de paso todas las desperfecciones de los humanos. No tiene un lóbulo frontal para debatirse entre decisiones morales. En cambio, sólo aplica la solución más lógica y sencilla posible.
El filme de Johnstone tiene momentos alucinantes, entre ellos, la demostración pública del grado de empatía de Megan hacia la tristeza de la niña que prometió cuidar. Los testigos a esta revolución tecnológica se emocionan mucho más que lo que podría suceder en la vida real, en la relación entre adultos y niños. Es más genuino ver a un robot empatizar con un niño que a una verdadera madre haciendo lo mismo. Y aquí la crítica va dirigida a las emocionalidades humanas, las que hoy se producen y catalizan de manera más vertiginosa a través de la propia artificialidad inherente a la tecnología. Es más apropiado sentir de manera envasada, crítica muy bien planteada en el filme.
Hay otros grandes momentos de Megan, cuando ésta comienza a descuartizar a sus víctimas, en diversas formas que conducen a la película hacia un nuevo estado. Incluso, en un momento Megan literalmente pierde la cabeza y se pone a bailar antes de empalar a sus nuevas víctimas. Aquel momento es alucinante y gratamente subversivo, algo poco visto ante el excesivo edulcoramiento del cine y de la televisión de hoy, con aquel blanqueamiento que con tanto esfuerzo ha instalado Disney y, sobre todo, las franquicias de Marvel y de DC Comics. Hoy cuesta ser políticamente incorrecto en el cine, pero ahí está Megan para devolvernos la esperanza en torno a una cinematografía más bestial, con más gore y en donde tanto adultos como niños se comportan como idiotas, personas huérfanas de cordura y madurez. Megan más que nada es un reflejo de la falta de humanidad de los propios seres humanos.
Megan es cine de ciencia ficción inteligente e independiente, cualidades que seguramente provienen de su director. El cine de Johnstone tiene el candor e irreverencia de las tierras neozelandesas, algo que ya se pudo apreciar en el primer filme de este joven director: Housebound, una comedia de terror que también habla de personas excéntricas y algo desconectadas.
El cine está para provocar y el mainstream estadounidense también puede acometer dicha tarea. Lo que sucede es que éste a veces, o muchas veces, extravía el camino yéndose hacia caminos facilistas y fórmulas comprobadas. Megan, si se explota correctamente, podría ser el inicio de una interesante franquicia, pero hay que tener cuidado, ya que las segundas partes no siempre son buenas. Independiente de lo que suceda, Megan ya de por sí es una agradable sorpresa porque su humor, y también su sentido del absurdo, nos conecta con ese cine ochentero en donde cualquier cosa podía suceder. ¡Y el cine es eso! ¡Un sinfín de posibilidades!
Título original: Megan / Director: Gerard Johnstone / Intérpretes: Allison Williams, Violet McGraw, Ronny Chieng, Amie Donald, Jenna Davis, Brian Jordan Alvarez, Jen Van Epps y Lori Dungey / Año: 2022.